Mons. Justo Mullor: Juan Pablo II victima de Maciel, un mentiroso.


Con aprecio a SPC, gracias por el dato…..



Discreto, sencillo, elegante e inteligente  así podríamos definir a Justo Mullor. Nacido en  los Villares cerca de Jaen España en  1932. Fue ordenado Sacerdote a los  22 años y en 1979 empezó su carrera diplomática  después de estudiar en la Pontificia Academia Eclesiástica,  de la cual hoy es Presidente emérito,  y fue promovido a la dignidad episcopal por los Cardenales Eduardo Martínez Somalo y  Simon Lourdusamy, siendo consagrado Obispo por el mismo  Juan Pablo II.

Su carrera diplomática abarca diversos países: En  1979 fue enviado como Nuncio a Costa de Marfil y Burkina  Faso, después fue trasladado a Nigeria, donde duro hasta 1985 de donde fue llamado  como Oficial de la Secretaria de Estado, cargo que ocupo  hasta 1991, después fue nombrado Nuncio para Estonia, Letonia y Lituania. Siendo administrador apostólico en Estonia fue llamado personalmente por su Santidad Juan Pablo II para que fuera como nuncio apostólico a México.

En México duro casi tres años. Poco tiempo en comparación con su antecesor Prigione, pero en realidad hizo mucho. 

Durante su estancia en México  fue recibido  con bombo y platillo, visito varias diócesis donde fue recibido  con honores, pero hubo varias piedras en el zapato que hicieron que   su pronta salida se  diera. Para empezar, no era afín al  grupo de poder más influyente del Episcopado Mexicano el llamado Club de Roma integrado por los Cardenales Juan Sandoval, Norberto Rivera, los Obispos Luis Reynoso Cervantes, Onésimo Cepeda, Emilio Berlie y el nefasto fundador de la Legión de Cristo, Marcial Maciel. El club de Roma o los prigione boys como se les nombraba eran afines a los Legionarios de Cristo, y Justo Mullor era afín al Opus Dei. En su tiempo en que estuvo en México su principal trabajo era: Chiapas, la sucesión de Samuel Ruiz. Dos hombres fueron clave en la decisión del pontífice: el  ya que fue quien  elaboró la terna y fundamentó los méritos de sus candidatos y, en particular, el ex obispo coadjutor, Raúl Vera, hoy Obispo de la diócesis de Saltillo, contrario a los intereses del club de Roma. Protegió  hasta el final a Don Samuel Ruiz y eso no gusto a los prigione boys. Asi que Sandoval movió sus influencias para removerlo y después lo nombraron Presidente de la Pontificia academia eclesiástica en donde duro hasta su jubilación.

En días pasados acaba depublicarse un libro escrito por la periodista Valentina Alazraki llamado Juan Pablo II la luz eterna, editado por Planeta, en el le hace una entrevista a Justo Mullor, el quien sencillo y elocuente tal como se caracteriza contesta a cada una de sus preguntas. Desde que llegó a México, y organizara la IV Visita de Juan Pablo II así como impulsara la canonización de Juan Diego, vivió en carne propia los embates de abusos de poder de Marcial Maciel.

La misma Legión hizo alarde en su momento – a través de una de las Beacon Notes a ellos notoriamente atribuidas - de haber logrado el traslado de ese nuncio para ellos incómodo y por ello injusta y ampliamente difamado.

En Roma y en México se dijo que se le promovió para que no siguiera informando al Vaticano acerca de las acusaciones de pedofilia en contra del fundador de los Legionarios.

“Durante estos 10 años, el nuncio Mullor ha mantenido el más absoluto y consciente silencio. Le pedí su testimonio, que considero muy valioso por lo menos por tres razones: fue una persona querida y apreciada por Juan Pablo II, al que sirvió con gran empeño y honestidad; fue quizás una víctima, sino la más injusta y arbitraria del “sistema Maciel”, dentro y fuera del Vaticano, y finalmente, porque en el 2009 fue nombrado miembro de la Congregación para las Causas de los Santos y como tal participó en el proceso que llevó al reconocimiento del ejercicio heroico de las virtudes de Juan Pablo II.”

Para hacer justicia a Juan Pablo II, aceptó la entrevista, que considera más única que rara tras el largo silencio que él mismo se impuso al concluir su misión en México.

En 1997 decidió enviarlo como nuncio a México, su país predilecto. Ahí su lineal camino se cruzó con el complejo y enrevesado de Marcial Maciel.

“Ya que nuestro encuentro está motivado por la gran figura de Juan Pablo II y por la anómala presencia en la historia de su pontificado de esa “sombra” que es Maciel, podríamos preguntarnos —me comentó monseñor Mullor— si mi estancia en México no tenía, en los planes de Dios, la finalidad de contribuir de algún modo a esclarecer quién era realmente esa persona compleja y misteriosa.” Monseñor Mullor reconoció durante uno de nuestros largos encuentros en su casa que al principio también él estimó equivocadamente a Maciel, debido a su fama existente en Roma y en otros lugares. A pesar de ello, intentó, como debe hacer un nuncio responsable y eficaz, entrar en su real personalidad para conocerlo con objetividad. “Es muy útil hacerlo, comentó, porque todos llevamos dentro una serpiente y un arcángel”.

Recordó que antes de que concluyera el año de 1997, al poco tiempo de haber llegado a México apareció en las páginas culturales de una conocida revista la síntesis de un libro que acusaba a Maciel y a otro notorio eclesiástico de graves faltas morales, aunque de diverso signo. “Naturalmente, como tantos otros, pensé en una posible osada y grave calumnia. Por mi experiencia romana, sabía que no era la primera vez que ese tipo de calumnias se difundían con la intención de hacer mal a una obra católica. Y la Legión de Cristo se había extendido sobre todo en América Latina, España, Irlanda y Estados Unidos. Sabía, igualmente, que era opinión corriente en Roma, donde Maciel contaba con no pocos amigos y admiradores, que tales acusaciones eran consideradas absurdas e infundadas, por lo que no merecían que se les diera peso alguno. De todas formas, como era mi obligación profesional, informé con precisión a quien debía informar.”

En esta contingencia, un legionario que trabajaba en la nunciatura, como secretario local, le pidió que defendiera públicamente a su fundador y que también lo hiciera la conferencia episcopal. “Mi respuesta fue: ‘Lo haría con gusto si su fundador fuera el primero en tratar de probar la falsedad de las acusaciones que le son hechas por personas concretas que no ocultan sus nombres’. En tal situación, el primer paso debía darlo él. Su extraña e inesperada respuesta fue: ‘El padre Maciel – como Cristo -no se defendería”. Se trataba, pues, de una determinación segura y bien pensada.

“Ante la firme insistencia de aquel Legionario de que en su fundador era atacada la misma Iglesia, comencé a pensar que, por muy fundador que fuera, podría haber algo de verdad en la pretensión de abstenerse de afrontar a sus calumniadores.” El nuncio insistió en que, sin esa defensa preliminar y personal, nadie podía pretender que la Iglesia como tal la asumiese ante todos los demás creyentes y personas. Se trataba de una elemental cuestión de justicia ante personas que no se escondían tras anonimato alguno.

Monseñor Mullor encontró a Maciel en dos o tres ocasiones. Su “intuición” acerca de la posibilidad de que las acusaciones fuesen fundadas fue lógicamente en aumento. “Sí, fue creciendo en lugar de desvanecerse. En una primera ocasión, trató de hacerme creer hábilmente la extraña idea de que había sido él quien había propuesto a Juan Pablo II enviarme a México. Me contó incluso que, habiendo oído que muchas personas hablaban bien de mí (sus relaciones —me explicó— eran amplias y sólidas), había expuesto la idea al Papa durante una cena, de las frecuentes que tenía con él. A mi pregunta sobre el día que tuvo lugar esa cena, comprobé que —si realmente esa cena se hubiese sido llevada a cabo— ella habría sido un par de semanas después de que yo hubiese ya aceptado mi traslado de Lituania a México… Comenzaba a haber por medio una posible y desmesurada mentira. 

”En otra ocasión se reforzó mi idea de que Maciel debía pensar que, ante él, habituado a fascinar a los demás, muchos debíamos aparecer ante él como privados de inteligencia o de imaginación. Quizá pensando ingenuamente en que le ‘debía’ mi nombramiento en México, en el que me observaba muy feliz y activo, tras comunicarme que él era consultado por una imprecisa Roma para los nombramientos episcopales para todo el continente americano, expresó la esperanza de que un servidor siguiera la costumbre de interrogarlo sobre los candidatos presentados por los obispos de México. Naturalmente, hice el silencioso propósito de no seguir tal insinuación. Me recordé a mí mismo que yo me debía al Papa y a mis hermanos los obispos que por mi medio le confiaban sus proyectos para la vida religiosa del país.”

Otro encuentro inolvidable para monseñor Mullor fue el único que mantuvo en Roma con el fundador de la Legión. En esa ocasión el padre Maciel trató de explicarle que, a su juicio, existía un doble tipo de moral: una para el pueblo y otra para los representantes de la alta política. “Se trataba de un verdadero y poco menos que increíble error doctrinal y moral en una persona de su presunto nivel espiritual”.

“Fue el final de nuestros encuentros”, me dijo monseñor Mullor. Le manifestó abiertamente que, como cristiano y como obispo, no podía aceptar esa dualidad. “Los Diez Mandamientos —le dije— son válidos para todos, tanto para el pueblo como para los hombres que Vd. considera de la alta política.” También le comentó que lo dicho cinco siglos antes por Maquiavelo en su El Príncipe, de que el fin de las acciones políticas justificaba los medios para alcanzarlas, de ninguna manera podía ser aceptado por quien profesaba la fe católica. “No debió de agradarle nada aquella respuesta, la sola que cabía en un nuncio responsable de su alta misión” me comentó monseñor Mullor, quien reconoció que a partir de ese día empezó a ver toda la situación relativa a Maciel desde otra perspectiva. “Desde ese momento la “cuestión Maciel” adquirió para mí una prioridad de conciencia”, fue su conclusión.

Le pregunté entonces a nuestro antiguo nuncio en México en qué momento entró en contacto con las personas que acusaban al padre Maciel. Su respuesta fue: “Un grupo de ellos se presentó una tarde en la nunciatura sin haber hecho cita alguna conmigo. No recibí al grupo, pero acepté hablar por teléfono con uno de sus representantes, quien me anunció que llevaba consigo un ejemplar auténtico de la carta abierta que poco antes habían dirigido a Juan Pablo II a través un conocido periódico vespertino de México. “Mi respuesta —lo recuerdo como si fuera ayer— fue precisa y sincera: lamentaba no poder ayudarlos; al Papa se le puede enviar una carta a través de la nunciatura. Y yo la hubiera cursado, tal como era mi obligación. Pero era una falta de respeto hacia él haberlo hecho, hacía días, mediante un periódico de amplia difusión. Si lo que ellos afirmaban era verdad —cosa muy difícil de aceptar a primera vista, pero, en último extremo, posible—, debían comenzar por ofrecer una elemental prueba de seriedad. Si el problema que les ocupaba era realmente sincero, en adelante podían tratar conmigo a través de un sacerdote que les conociese bien y se responsabilizara de su seriedad. Les dije: Recen ustedes por mí, que un servidor lo hará también por ustedes. Ya que habíamos hablado de oración, creí oportuno, por fin, aclararle a mi anónimo interlocutor que por mi parte nuestra entrevista había tenido un carácter fundamentalmente pastoral, y que si no lo había recibido en persona era porque la difusión de su carta al Papa había sido de naturaleza anómala.”

También le pregunté si aquel encuentro telefónico mantenido con quienes lo acusaban de ser sus víctimas tuvo alguna repercusión para el fundador de la Legión.

“La Providencia hace muy bien las cosas. Es maestra en el modo de conducir la historia. Y los nuncios tenemos muchas y a veces inesperadas pruebas de ello: días más tarde, dos eclesiásticos, a quienes un servidor conocía y apreciaba, me pidieron audiencia. Con gusto acepté el encuentro. Se trataba de los padres Antonio Roqueñí y Alberto Athié. El primero de ellos está ya en el cielo, donde no dudo que el Señor habrá premiado su obra de pastor y de gran amante del derecho canónico, en el que los más avisados ven —vemos— el cimiento de muchas obras pastorales sólidas. El segundo vive aún y es otra víctima del poder y los engaños de Maciel. Por desgracia ha dejado el sacerdocio, por haber tratado de defender a una de las reales y más conocidas víctimas de tan extraño fundador. Rezo por ese sacerdote todos los días y por que sus relaciones con Dios sean siempre, o lleguen a ser, tan sólidas como yo las conocí.”

Ambos, me comentó monseñor Mullor, estaban al tanto de que las acusaciones al padre Maciel eran por desgracia reales —“tan reales que yo no podía imaginarlas en su integridad”—, y cada uno de ellos se haría responsable de defender a los acusadores. Es más: dada la experiencia anterior, convinieron en que en adelante se evitaran los escritos transmitidos por correo, y en que se dirigirían, el primero de ellos, a la Congregación para la Doctrina de la Fe, competente en la delicada materia, y el segundo al Tribunal Metropolitano de México, “ya que su confidente y amigo —muy conocido sacerdote legionario, que fue el primer rector de la Universidad Anáhuac— había muerto en la capital, abandonado y olvidado del fundador y de sus hermanos”.

Monseñor Mullor pensó que el propósito era acertado y los felicitó por ello. “Estábamos ante un caso de conciencia, para el que el derecho eclesial tenía previsto unas leyes y unos foros especiales. Por lo que tocaba a la Santa Sede, le indicó al doctor Roqueñí que en el cardenal Ratzinger y en sus colaboradores encontraría la más favorable acogida, aunque era presumible que las ideas que circulaban en Roma a causa de las muchas amistades con que contaba Maciel ahí podían y —muy probablemente— lograrían retardar algo las necesarias pesquisas. Recuerdo con precisión las palabras que dije al amigo Roqueñí: ‘Quizá tardemos algún tiempo más en resolver el grave problema con la estrategia pactada y considerada la más idónea. Pero podemos esperar que se tomen todas las medidas para resolver la situación tan bien y precisamente conocida por ustedes’.

Le pregunté a monseñor Mullor si tuvo ocasión de informar a Juan Pablo II de los pasos dados por esos dos prestigiados sacerdotes. “Después del encuentro con los doctores Roqueñí y Athié no pude hablar con Juan Pablo II del paso responsable que, por consejo mio, ambos habían dado en aquel momento. Traté de informar a una persona muy cercana al Papa, pero no fue posible. Pensé que mi obligación era dejar plena libertad de acción, sobre todo, a la Congregación para la Doctrina de la Fe, que, como ya hemos visto, estaba en las mejores manos de la Iglesia, después de las del Sucesor de Pedro.”

En el curso de estos 10 años, monseñor Mullor en muchas ocasiones lamentó tanto no haber podido ser la persona que informara al Papa como nadie más lo hubiera hecho. De haber sucedido “la historia —me dijo—, habría sido diferente”. Le pedí a monseñor Mullor que me hablara de la relación entre Juan Pablo II y Marcial Maciel. Me dijo que era lógico que, al iniciar su pontificado, el fundador de los legionarios le fuera presentado como una de las personalidades eclesiales importantes del momento.

“No es nada claro, sin embargo, que con él llegara a tener verdadera intimidad ni, mucho menos, que llegara a penetrar su compleja personalidad. Otros eclesiásticos de rango inferior, pero, las más de las veces, carentes de la visión sobrenatural que en todo momento caracterizó al Papa polaco, sí aparentaron ser verdaderos amigos de Maciel. Son ellos sin duda quienes lo exaltaron ante el Papa y ante ciertos sectores de la opinión pública, a veces de modo incluso ambiguo e interesado. Es más: es posible que a los oídos del Papa Wojtyla llegaran ecos de esas voces críticas —en sí acertadas, pero deformadas por los simpatizantes de Maciel— de que éste había cometido graves, gravísimas faltas morales tratando de pervertir a algunos de sus jóvenes e incautos seguidores. Pero es evidente que el eco de esas voces era silenciado por el falso e interesado mito de esos amigos de Maciel, quienes repitieron durante años, como un disco rayado, que a esas voces absurdas no era posible darles algún peso o crédito. Lo que a esos amigos atraía, y apreciaban, era la visibilidad de los legionarios, y no el espíritu, que se les escapaba. Sus llamados amigos sin duda se fijaron más en la cantidad que en la calidad de su obra. Esas personas cercanas a Maciel siempre olvidaron que Juan Pablo II era intransigente cuando conocía algún caso de desvíos sacerdotales. Así lo demostró en cierto momento ante los obispos de América del Norte e incluso ante la opinión pública polaca y mundial. Monseñor Julius Paetz, arzobispo de Poznan, compatriota y colaborador suyo al principio de su pontificado, fue suspendido de su cargo por el Papa el Jueves Santo del 2002, a pesar de que jamás aceptó el fundamento de las voces que lo acusaban de faltas semejantes, pero más limitadas, que las atribuidas a Maciel. El Papa no obtuvo de determinados canales la debida información sobre estas acusaciones, sino de su amiga Wanda Poltawska. ¿Por qué Juan Pablo II, de estar debidamente informado, iba a dejar de castigar a Maciel, si había castigado —dura e inmediatamente— a uno de los primeros colaboradores que tuvo en su pontificado?
Monseñor Mullor tiene la certeza moral de que Benedicto XVI, debido a su reconocida rectitud moral, informó a Juan Pablo II, al final de su vida, de la extrema gravedad del caso Maciel. Esta posibilidad explicaría, en su opinión, tanto las graves afirmaciones hechas en la novena estación del viacrucis como su decisión de enviar en aquellos dias a monseñor Scicluna a América. “Es legítimo pensar, con certeza moral, que el sufrimiento físico de Juan Pablo II se debió unir al dolor de tener conciencia de que la real figura de Macial, tan llevada y traída por quienes cultivaron su mito, se reducía a una triste realidad que se tradujo como una de los mayores contrasentidos registrados en la historia de la Iglesia del siglo XX”
”El ‘caso Maciel’ es una mancha artificial en la historia de Juan Pablo II. Así lo vemos quienes convivimos realmente —y no sólo funcionalmente— con él.


Fuente:
Revista Proceso
Revista Contenido
Revista La Jornada
Libro: Juan Pablo II luz del mundo, Autor: Valentina Alazraki, Editorial Planeta

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